El movimiento histórico de nuestra mal llamada «Revolución de Mayo de 1810» representa uno de los hitos de nuestro acervo que más controversias ha suscitado entre los historiadores de las distintas corrientes. Algunos avanzaron bastante en su contemporaneidad, adentrándose en nuestro siglo, y originaron las llamadas corrientes «liberales»; más tarde otros llevaron adelante las corrientes «revisionistas»; y a muchos de ellos correspondería calificar como «ultramodernos», por sus arriesgadas conceptuaciones.

Son esos mismos revisionistas los que sostienen que los hechos que se produjeron antes del propio 25 de mayo -y que se fueron sucediendo vertiginosamente, hasta llegar a su clímax el mismo 25- no podrían calificarse como revolución, ya que no poseen las características que la tipificarían como tal; esto es, el cambio violento y radical de las instituciones gubernativas de un estado, o de un supuesto estado de las cosas.

A nuestra célebre Revolución de Mayo, correspondería designársele, según estos autores, como un movimiento sedicioso, por cierto que irregular y atentatorio contra los sistemas y las autoridades constituidas, si se toma en cuenta la participación confabulatoria de algunos militares de primer nivel, junto con vecinos civiles muy caracterizados, y donde la gran masa del pueblo no tuviera la menor participación, ni ideológica ni ejecutiva.

De todos modos, corresponda llamarla sedición o revolución, la búsqueda existencial del término adecuado no lleva, sin embargo, ninguna intencionalidad peyorativa del movimiento de mayo de 1810 y de sus posteriores consecuencias, netamente independistas para nuestra patria.

Antecedentes

El antecedente más cercano que posiblemente animaría a nuestra «Revolución», lo habría constituido el movimiento que se produjo en la vieja Chuquisaca -luego Charcas y hoy Sucre-, el 9 de mayo de 1809, en el Alto Perú, y que tuviera como principales protagonistas a muchos criollos y españoles del Virreinato del Río de la Plata quienes, por ese entonces, cursaban sus estudios superiores en la célebre Universidad de esa ciudad.

Esa revolución, que culminó aplastada por el poderío español, contaba como antecedente político el martirio de Condorcanqui, Tupac Amaru, cuyo movimiento también culminaría totalmente aplastado por las fuerzas reales, con el saldo de miles de fusilamientos y de nativos sometidos a bárbaros tormentos.

Tanta inmolación no resultaría finalmente vana: los estruendosos gritos de libertad se extenderían, allende los altos cerros y las distancias enormes, hasta encontrar un eco palpitante en la populosa Buenos Aires, muy en especial, en un hijo dilecto del Potosí, el coronel Cornelio Saavedra, jefe del Regimiento de Patricios y uno de los motores indiscutidos, junto con Juan José Castelli y Juan José Paso, de la revolución, o sedición, o amotinamiento, o rebelión, o como se guste en llamar al trascendente suceso de mayo de 1810.

Abordajes

Algunos de nuestros conspicuos y obcecados historiadores insistieron siempre en mencionar al cautiverio de Fernando VII, por parte de fuerzas napoleónicas, como el detonante principal de esa revolución. Otros, en cambio, asumen su gestación y sus motivaciones como provenientes de activas corrientes políticas y confabulatorias que se movían desde la misma España, y hubieron también quienes atribuyeron el fenómeno a una acción intrigante de Francia e Inglaterra.

Pero entre todas esas aparentes disidencias respecto al origen se advierte el factor común de que sus causas resultaban bastante más profundas que el simple oportunismo cobarde de especular con la prisión del rey, lo que daba a la revuelta un tinte de oscura traición.

Asumiendo que el «Movimiento de Mayo» hubiese sido el efecto de hábiles manejos y de complicadas intrigas de los propios españoles, desde la mismísima península, es indudable que encontró eco en ciertos niveles, y se fortaleció en estas tierras circunstancialmente, por la conducción de un gobierno no muy feliz ejercido por el virrey Cisneros, cuyo desplazamiento definitivo como autoridad ejecutiva en la verdad histórica se produce más bien como consecuencia de una resultante imprevista en el desarrollo de los hechos, una eventualidad no considerada por ninguno de los protagonistas de ese trascendental suceso.

El 24 de mayo, los cabildantes resolvieron, por 155 votos contra 69, que el virrey continuara en el mando, presidiendo una Junta de Gobierno que integraban José Nepomuceno Solá, cura de Montserrat, recalcitrante realista, y el comerciante Juan Santos Incháurregui, españolista también, junto con Castelli y Saavedra, criollos ambos.

Esa fue, en realidad, la Primera Junta de Gobierno; aunque por demás efímera, por cierto, ya que se consagró por mayoría de votos el 24 y al otro día fue reemplazada por la conocida y mal llamada Primera Junta de Gobierno.

Clima de época

No es posible soslayar hoy la verdad histórica respecto al juramento de fidelidad y acatamiento que efectuara esa Primera Junta de Gobierno a su «amado monarca Fernando VII»; correspondería, entonces, que el estudioso de los hechos pretéritos ingresase al terreno científico, buscando la espiritualidad política que habría orientado realmente a los sucesos de mayo y a sus protagonistas; y reconociese que ello, sin embargo, resultaría hoy bastante difícil, quedando en claro, en cambio, que a los protagonistas les guiaban distintos intereses, objetivos, fines e ideales.

De todos esos sucesos, una verdad quedó universalmente reconocida, no discutida: nuestro Mayo de 1810 ni por asomo respondió a las motivaciones o a los antecedentes de la no muy lejana Revolución Francesa (1).

Estos pueblos, en su generalidad social, y bastante más en sus estratos económicos inferiores, por costumbre, o por ignorancia, estaban felices como súbditos del monarca de España. Prueba irrefutable de tal aseveración es la circunstancia de que, cuando se cursaron las 450 invitaciones a las personas más influyentes y caracterizadas de la ciudad de Buenos Aires, para que participasen, con voz y voto, en el Congreso General del 22 de mayo, solamente se registraron las presencias de 251 de ellos, pero los votos de 224, con lo cual el Congreso, técnicamente, habría carecido del quórum necesario para su deliberación (2).

Divergencias

Tal vez estas aparentes precisiones históricas jamás lograrán pasar más allá de las fronteras míticas con que cada uno la desee cerrar, porque si con iguales elementos de juicio y con similares talentos para sus respectivas interpretaciones se mantienen divergencias conceptuales y, consecuentemente, no se han logrado mayores coincidencias, nos queda la variante de las reflexiones que a cada uno nos dejan las realidades históricas.

Por eso, con el entusiasmo que producen las apasionantes incógnitas del pasado que explican, para quien sabe leerlas, las diferentes razones y sinrazones que hacen a las conductas humanas, escarbamos frenéticamente en el excitante mundo de los anaqueles informáticos, procurando las verdades esclarecedoras, dilucidantes; premio justo, sin duda, a la paciente constancia, al esfuerzo prolongado, al tesón de buscar esas viejas revelaciones, o a veces, esas eternas mentiras, tan bien escondidas por el tiempo.

La historia, más allá de ser el respetuoso relato científico de los acontecimientos producidos a lo largo de la evolución del hombre y de su sociedad, está cruzada por anécdotas, supersticiones y leyendas que, en muchas ocasiones, poseen tal arraigo que se confunden con la historia misma.

Ningún acontecimiento del pasado de la envergadura de nuestra Revolución de Mayo obedeció en un mismo tiempo a una misma causa, ni a iguales protagonistas. Más bien, esos sucesos tan importantes, por simple azar, por factores políticos de dinámicas parecidas, se conjuran de pronto desde distintas facciones geográficas, dispares grupos humanos y, además, impulsados por las más diversas razones, incluso antagonistas.

Tucumán en 1810

San Miguel de Tucumán en 1810 era un modesto caserío anárquico, sin orden edilicio alguno. Con una plaza central, que más que plaza se parecía a un lodazal, y con uno de los más modestos cabildos de todo el territorio del interior del entonces Virreinato del Río de la Plata, esta ciudad convivía con una apacibilidad siestera, donde no ocurría nada trascendente a no ser algunas excursiones de los feroces Tobas, o de los no menos temibles Mocovíes que, recorriendo inmensas extensiones de selva pura, se adentraban en las periferias de la ciudad, saqueando, matando, y haciendo cautivas, para luego alejarse por las mismas sendas frondosas que sólo ellos conocían y que resultaban demasiado peligrosas como para intentar un seguimiento.

Políticamente, desde 1782 se dependía de la intendencia de Salta del Tucumán. Durante el año de 1810, hasta que se definieron los partidismos y las lealtades, ante la nueva opción que ofrecían los sucesos de Mayo, se habían desempeñado como gobernadores de nuestra provincia Nicolás Severo de Isasmendi, Joaquín Mestre y José Madeiros.

Recién el 11 de junio de 1810 se tuvo conocimiento en nuestra ciudad de los sucesos ocurridos en mayo en Buenos Aires, y cuando arribó la comunicación de la Junta Provisional Gubernativa y del Cabildo se convocó a todo el pueblo de la ciudad, mediante repiques de campanas, para hacer conocer la deposición del virrey.

Nuestra ciudad de entonces, en su apacibilidad pueblerina, se encontraba muy lejos de querer una revolución o algún cambio que contraviniera su condición de consecuentes, incondicionales, apacibles y cómodos vasallos del rey de España.

Todo eso dicho en el mejor sentido, porque tal resultaba el tiempo en que se vivía, y las mansas condiciones políticas y sociales en que se manejaban nuestros antiguos comprovincianos.

Destino inimaginable

La lejanía con los polos de desarrollo de entonces, Buenos Aires hacia el sureste y Lima hacia el noroeste, visto desde hoy mantenían a Tucumán postergada, en actitud vegetativa y reconociéndose a nuestra ciudad de entonces, casi como a una gran posta en el camino entre ambas localidades.

También el Tucumán de entonces, superando su mediocridad de modesto pueblo mediterráneo, se caracterizaba en todo el concierto del virreinato por su ambición cultural; tanto que se jactaba de ser uno de los entes poblacionales que mayor número de sus hijos mandaba a la célebre Chuquisaca, o Charcas.

Muy lejos estaban nuestros comprovincianos de ese mayo de 1810 de imaginar el protagonismo que les cabría muy poco después, y con ellos a la ciudad toda, en los difíciles acontecimientos que se sucederían, involucrándoles directamente en una guerra cruenta, la que se mantendría por 14 años. Durante esos años aciagos, nuestra provincia afrontaría sobre sus hombros heroicos el peso principal de una lucha terrible que, más tarde, algunos historiadores ingratos u olvidadizos pretendieron ignorar; quizá porque significaba otorgar demasiada gloria a modestos pueblos del interior y sobre todo, a sus hijos; sangre joven y anónima con que se habían regado los viejos caminos del Inca para sustentar definitivamente la independencia de las Provincias Unidas del Río de la Plata.

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Abel Novillo – Historiador.

(1) Arturo Capdevila, en su célebre «Rivadavia y el Españolismo Liberal», lo deja debidamente aclarado, lo mismo que Estanislao del Campo Wilson en su obra La Emancipación Nacional.

(2) Esta circunstancia está taxativamente destacada por Ricardo Levene (Editorial El Ateneo, 1961, Academia Nacional de la Historia, Tomo V, II Sec. Pág.21 y 22).